Algunas veces en mi vida he escuchado hablar sobre la asunción de la virgen, cierto o no, es cosa que no pretendo discutir ahora; pero es menester manifestar que la primera impresión que tuve aún en el bus fue que estaba ascendiendo al cielo.
Lo segundo que sentí durante este ascenso fue que las calles se iban reduciendo a medida que avanzábamos. Pero ésto tiene un fondo más profundo, el hecho no radica en que quizá el gobierno se ha preocupado exclusivamente por desarrollar lo visible de la ciudad (aunque en determinados casos, allí tampoco lo hace); si no en imaginarme cuántas busetas atracarían allí, cuántos cuerpos habrán echado a rodar cuesta abajo, qué tan bien habrían servido como campo de batalla. Todo lo anterior lo traía previamente configurado gracias a la expresión de mis padres y a su asombro cuando les solicité el permiso.
Aunque mi descripción pueda o intente dar una fiel imagen del barrio, he de aclarar que mi estadía se redujo a un par de horas, que a mi modo de ver son insuficientes para hablar de esta estructura social tan compleja. Retomo el relato con la mala fama que se había inmiscuido por todas mis venas. Pero no me culpo, al parecer en el inconsciente colombiano está inscrita una repugnancia burguesa hacia las personas que consideramos menos dignas por el mero hecho de vivir en el cielo y con los recursos muchas veces no suficientes.
Durante mi ascenso fui viendo cómo la en el firmamento se dibujaba el vestigio de una ciudad misteriosa (desde allí no parecía la misma que conozco), las fachadas de las casas se iban reduciendo poco a poco, la gente nos miraba como unos invasores, aunque es innegable que tenían la misma curiosidad que nosotros. El escenario se me hacía un poco familiar, puesto que he conocido en mi vida algunos pueblos, y en términos estructurales la diferencia no era mucha: un par de tiendas repartidas cada tres o cuatro cuadras; puestos de sobrevivencia independiente o dicho de otro modo, negocios para el rebusque; construcciones de ladrillo a la vista para demostrar lo rugosa que resulta la vida, ventanas tan estrechas como el ancho de sus posibilidades y con una vista tan inmensa como el tamaño de sus sueños.
El bus se detuvo ante el establecimiento que más tarde nombraré. Me uní a un pequeño grupo y emprendimos tan anhelada aventura, yo iba un poco callado y observando todo mi entorno para darme cuenta que el modelo centro periferia latinoamericano no sólo era un cuento económico, también lo podía aplicar a la infraestructura: una calle central bien pavimentada para que no juzguen al gobierno, de allí se desprendían decenas de bifurcaciones descuidadas y sin pavimentar. Iba caminando sin intentar pisar las basuras que a mi paso me saludaban y una de mis compañeras me hizo caer en cuenta de algo: nosotros tanto que nos quejamos porque vivimos con más de lo necesario, y mira en las condiciones que viven ellos.
Decidí empezar a completar mi observación con algunas entrevistas. En mi camino divisé una señora de la tercera edad, esas que seguramente fundaron el barrio y ahora nadie las recuerda. Uno de los detalles que extraje de la conversación fue la siguiente: ella me puso sobre la tierra confesándome que durante toda su estadía allí jamás la habían atracado, con lo que comprendí que la mala fama pretendía ser el fantasma inexistente que busca alejar a las gentes de la supuesta casa embrujada, en este caso, del barrio embrujado.
Continué mi visita y encontré uno de los saldos de la violencia colombiana: una mujer perteneciente a alguna comunidad indígena víctima de cualquiera de los miles de desplazamientos forzosos que en este territorio han tenido lugar. Iba de afán, pero con lo poco que la interrogué me bastó para darme cuenta de la resiliencia de las mujeres de este tipo: cada quince días viaja a cali para vender sus artesanías.
De casualidad, un establecimiento bastante característico se nos atravesó en el camino: una casa con el apoyo de bienestar familiar. Allí nos atendió una joven, que a juzgar por su halo de alegría, disfrutaba más de aquella labor en comparación a lo que disfrutaría si viviera como una persona rica. Ella nos presentó varias realidades muy claras como para ir construyendo el escenario. En cuanto a política, las cosas fueron muy claras: los políticos hacen de todo por ganar votos, apenas se suben al púlpito que les da el poder para satisfacer sus intereses, se olvidan de la comunidad a la que tienen que servir. En consecuencia, la fundación no contaba con suficientes apoyos médicos, cosa que es indispensable para el bienestar de los niños allí presentes.
Hablando un poco más de ellos, cuenta ella que el porqué de su estadía se reduce a la incapacidad de sus padres para sostenerlos económicamente. Y en varios casos éstos han sido víctimas del maltrato intrafamiliar, otro de los grandes fantasmas que ronda la sociedad colombiana pero que nadie nota pues es tan silencioso que no pone carros bombas, no secuestra políticos ni los asesina, tan sólo acaba familias; a fin de cuentas, a nadie le importa.
Subí unas cuadras más, y llegando a una esquina escuche un leve estallido: nada grave, sólo un grupo de niños con pistolas de fulminantes, sicarios psicológicos con el poder para estallar una pequeña pieza de pólvora, la misma pólvora que se encarga de asesinar millones de personas –y no sólo en estos barrios–. Tenían además piercings, ante esto sólo puedo preguntar: ¿qué puede esperarse de unos seres que apenas comienzan su vida, cuyos padres o la sociedad los deja a la deriva de un mundo cada vez más tirano? Este mismo grupo se postró en las máquinas adictivas, verdaderas devoradoras de mentes en porciones de cien o doscientos pesos. Alrededor del mismo establecimiento rondaba un señor que me inspiraba más desconfianza que la que me inspira el jefe de una iglesia que predica pobreza y no se inmuta ante la posibilidad de menguar gran parte de ésta con su innombrable riqueza.
La última persona que entrevistamos se mostró muy entusiasmado, tal vez por nuestra presencia o quizás por el papel envuelto y encendido que se estaba quitando de los labios para aplastarlo contra la pared y dejarlo al vacío; no sobra nombrar que no era un cigarrillo. Nos habló un poco de su intento por dejar las drogas, y valla curiosidad cuando supe que su ingreso a este mundo no había estado determinado por los grupos sociales que lo rodeaban (esta parece ser la única excusa de los psicólogos). Se metió a este laberinto por una cuestión familiar: la muerte de su padre, quien también fumaba, ¿acaso la continuación de la existencia?, ¿la repetición de los mismos errores generación tras generación?
En cuanto a ciudadanía he dejado para la penúltima parte la mezcla entre sociedad, política, y violencia. Han de caber aquí varios aspectos importantes para comprender la maraña de calles en la que estaba metido.
Varias de las personas que entrevistamos coincidieron en que las pandillas se habían casi que desaparecido, que hablar de violencia era como hablar de las huellas que se dejan atrás en la arena. Cuentan que la policía baja una vez durante el día, y dos o tres durante la noche para confirmar que todo sigue bien, que la premisa del expresidente es siempre cierta: la seguridad es el garante de la felicidad, y que solo eso importa. También me enteré de algo: muchas de las personas que aquí habitan hacen parte de la reubicación que se le hizo a las gentes que vivían en la antigua zona de la galería, más que millones de pesos, éste es el verdadero costo del desarrollo ciudadano.
Pero no hay que dejar de reconocer las pocas cosas positivas que ha hecho el gobierno por estas comunidades, para desmarginalizarlas y permitirles un mayor contacto con la ciudad a la que pertenecen, que a a veces pareciera otro país. Me topé con un par de elementos claves para comprender esta intervención: nuevas calles más amplias (en comparación a las otras por las que caminé) y el Colegio Tokio, que sin conocer sus instalaciones, puede comprender desde el exterior lo representativo que es para el barrio. Lo que no pude constatar fue la presencia o la ausencia de sistemas democráticos, como juntas de acción comunal, dentro de la misma comunidad, pero concluyo que no habían en tanto que nadie los mencionaba
Para terminar esta descripción he de referirme a un aspecto muy controversial, no sólo en este pequeño espejo de la sociedad, sino en la totalidad de la misma: la religión y la Iglesia, en especial la católica; cuya premisa principal es la opción por los pobres y los marginados.
Las opiniones de la gente cuando se les mencionaba la palabra iglesia eran muy diversas, pero intentaré resumirlas un poco a continuación. En general, todas tienen un punto en común: hay libertad absoluta de credo. Nadie obliga a nadie de que vaya a misa, pero por otro lado, nadie motiva a los otros para que lo hagan. Lo que permite evidenciar una comunidad poco interesada en la expansión de su fe. Había varias iglesias pentecostales, una de los testigos de jeová, y demás establecimientos de garaje que tienen siempre un objetivo (con o sin fines lucrativos): aprovechar la necesidad del ser humano de buscar un horizonte, un sentido a la vida.
En cuanto a la iglesia católica guiada por el padre Benedicto, la joven de bienestar familiar me hizo saber que éste ayudaba en la unión y la orientación de la comunidad. Y ayudaba a las familias de bajos recursos con bolsitas de mercado y de ropa. Por esta línea me guío para describir la última etapa de nuestra visita. Acudimos al Centro de Formación Santa María Goretti. Allí nos dimos cuenta de la verdadera vida religiosa: una comunidad de monjas luchando por la alegría y la riqueza de corazón de cientos de pequeños y ancianos. He allí la verdadera opción por los pobres y los marginados. También nos informaron de las campañas y los trabajos que realizan durante todo el año para llevar a muchos niños que en realidad lo necesitan, más que un regalo: la alegría de saberse vivo.
Confieso que por esos días mi rumbo se vió un poco desorientado, mi sentido existencial no encontraba resguardo en un Norte; pero convivir con personas de mayor edad, que deberían estar cansadas de la vida, reir, bailar, gozarse cada momento, me arrancó una sonrisa que recorría mis venas y se insinuaba en mi dentadura desde lo profundo de mi ser. Supe que no hay mayor alegría en la vida que el mero hecho de estar vivo.
Ya habiendo abordado el bus, recordé la frase que la bella experiencia en este centro me había apartado de la mente, palabras que aún no logro descifrar y comprender, ya por el contexto, ya por la extraña persona que la enunció y su estado, o simplemento por mi mente tan abierta, permeable y dispuesta a la observación. Esa misma persona que nos cruzamos en el gran casino de barrio, más adelante -cuando nos dirigíamos hacia el centro- nos dijo en un tono fuertemente nadaísta: Tienen que verlo para creerlo, que con uno solo basta.
Lo segundo que sentí durante este ascenso fue que las calles se iban reduciendo a medida que avanzábamos. Pero ésto tiene un fondo más profundo, el hecho no radica en que quizá el gobierno se ha preocupado exclusivamente por desarrollar lo visible de la ciudad (aunque en determinados casos, allí tampoco lo hace); si no en imaginarme cuántas busetas atracarían allí, cuántos cuerpos habrán echado a rodar cuesta abajo, qué tan bien habrían servido como campo de batalla. Todo lo anterior lo traía previamente configurado gracias a la expresión de mis padres y a su asombro cuando les solicité el permiso.
Aunque mi descripción pueda o intente dar una fiel imagen del barrio, he de aclarar que mi estadía se redujo a un par de horas, que a mi modo de ver son insuficientes para hablar de esta estructura social tan compleja. Retomo el relato con la mala fama que se había inmiscuido por todas mis venas. Pero no me culpo, al parecer en el inconsciente colombiano está inscrita una repugnancia burguesa hacia las personas que consideramos menos dignas por el mero hecho de vivir en el cielo y con los recursos muchas veces no suficientes.
Durante mi ascenso fui viendo cómo la en el firmamento se dibujaba el vestigio de una ciudad misteriosa (desde allí no parecía la misma que conozco), las fachadas de las casas se iban reduciendo poco a poco, la gente nos miraba como unos invasores, aunque es innegable que tenían la misma curiosidad que nosotros. El escenario se me hacía un poco familiar, puesto que he conocido en mi vida algunos pueblos, y en términos estructurales la diferencia no era mucha: un par de tiendas repartidas cada tres o cuatro cuadras; puestos de sobrevivencia independiente o dicho de otro modo, negocios para el rebusque; construcciones de ladrillo a la vista para demostrar lo rugosa que resulta la vida, ventanas tan estrechas como el ancho de sus posibilidades y con una vista tan inmensa como el tamaño de sus sueños.
El bus se detuvo ante el establecimiento que más tarde nombraré. Me uní a un pequeño grupo y emprendimos tan anhelada aventura, yo iba un poco callado y observando todo mi entorno para darme cuenta que el modelo centro periferia latinoamericano no sólo era un cuento económico, también lo podía aplicar a la infraestructura: una calle central bien pavimentada para que no juzguen al gobierno, de allí se desprendían decenas de bifurcaciones descuidadas y sin pavimentar. Iba caminando sin intentar pisar las basuras que a mi paso me saludaban y una de mis compañeras me hizo caer en cuenta de algo: nosotros tanto que nos quejamos porque vivimos con más de lo necesario, y mira en las condiciones que viven ellos.
Decidí empezar a completar mi observación con algunas entrevistas. En mi camino divisé una señora de la tercera edad, esas que seguramente fundaron el barrio y ahora nadie las recuerda. Uno de los detalles que extraje de la conversación fue la siguiente: ella me puso sobre la tierra confesándome que durante toda su estadía allí jamás la habían atracado, con lo que comprendí que la mala fama pretendía ser el fantasma inexistente que busca alejar a las gentes de la supuesta casa embrujada, en este caso, del barrio embrujado.
Continué mi visita y encontré uno de los saldos de la violencia colombiana: una mujer perteneciente a alguna comunidad indígena víctima de cualquiera de los miles de desplazamientos forzosos que en este territorio han tenido lugar. Iba de afán, pero con lo poco que la interrogué me bastó para darme cuenta de la resiliencia de las mujeres de este tipo: cada quince días viaja a cali para vender sus artesanías.
De casualidad, un establecimiento bastante característico se nos atravesó en el camino: una casa con el apoyo de bienestar familiar. Allí nos atendió una joven, que a juzgar por su halo de alegría, disfrutaba más de aquella labor en comparación a lo que disfrutaría si viviera como una persona rica. Ella nos presentó varias realidades muy claras como para ir construyendo el escenario. En cuanto a política, las cosas fueron muy claras: los políticos hacen de todo por ganar votos, apenas se suben al púlpito que les da el poder para satisfacer sus intereses, se olvidan de la comunidad a la que tienen que servir. En consecuencia, la fundación no contaba con suficientes apoyos médicos, cosa que es indispensable para el bienestar de los niños allí presentes.
Hablando un poco más de ellos, cuenta ella que el porqué de su estadía se reduce a la incapacidad de sus padres para sostenerlos económicamente. Y en varios casos éstos han sido víctimas del maltrato intrafamiliar, otro de los grandes fantasmas que ronda la sociedad colombiana pero que nadie nota pues es tan silencioso que no pone carros bombas, no secuestra políticos ni los asesina, tan sólo acaba familias; a fin de cuentas, a nadie le importa.
Subí unas cuadras más, y llegando a una esquina escuche un leve estallido: nada grave, sólo un grupo de niños con pistolas de fulminantes, sicarios psicológicos con el poder para estallar una pequeña pieza de pólvora, la misma pólvora que se encarga de asesinar millones de personas –y no sólo en estos barrios–. Tenían además piercings, ante esto sólo puedo preguntar: ¿qué puede esperarse de unos seres que apenas comienzan su vida, cuyos padres o la sociedad los deja a la deriva de un mundo cada vez más tirano? Este mismo grupo se postró en las máquinas adictivas, verdaderas devoradoras de mentes en porciones de cien o doscientos pesos. Alrededor del mismo establecimiento rondaba un señor que me inspiraba más desconfianza que la que me inspira el jefe de una iglesia que predica pobreza y no se inmuta ante la posibilidad de menguar gran parte de ésta con su innombrable riqueza.
La última persona que entrevistamos se mostró muy entusiasmado, tal vez por nuestra presencia o quizás por el papel envuelto y encendido que se estaba quitando de los labios para aplastarlo contra la pared y dejarlo al vacío; no sobra nombrar que no era un cigarrillo. Nos habló un poco de su intento por dejar las drogas, y valla curiosidad cuando supe que su ingreso a este mundo no había estado determinado por los grupos sociales que lo rodeaban (esta parece ser la única excusa de los psicólogos). Se metió a este laberinto por una cuestión familiar: la muerte de su padre, quien también fumaba, ¿acaso la continuación de la existencia?, ¿la repetición de los mismos errores generación tras generación?
En cuanto a ciudadanía he dejado para la penúltima parte la mezcla entre sociedad, política, y violencia. Han de caber aquí varios aspectos importantes para comprender la maraña de calles en la que estaba metido.
Varias de las personas que entrevistamos coincidieron en que las pandillas se habían casi que desaparecido, que hablar de violencia era como hablar de las huellas que se dejan atrás en la arena. Cuentan que la policía baja una vez durante el día, y dos o tres durante la noche para confirmar que todo sigue bien, que la premisa del expresidente es siempre cierta: la seguridad es el garante de la felicidad, y que solo eso importa. También me enteré de algo: muchas de las personas que aquí habitan hacen parte de la reubicación que se le hizo a las gentes que vivían en la antigua zona de la galería, más que millones de pesos, éste es el verdadero costo del desarrollo ciudadano.
Pero no hay que dejar de reconocer las pocas cosas positivas que ha hecho el gobierno por estas comunidades, para desmarginalizarlas y permitirles un mayor contacto con la ciudad a la que pertenecen, que a a veces pareciera otro país. Me topé con un par de elementos claves para comprender esta intervención: nuevas calles más amplias (en comparación a las otras por las que caminé) y el Colegio Tokio, que sin conocer sus instalaciones, puede comprender desde el exterior lo representativo que es para el barrio. Lo que no pude constatar fue la presencia o la ausencia de sistemas democráticos, como juntas de acción comunal, dentro de la misma comunidad, pero concluyo que no habían en tanto que nadie los mencionaba
Para terminar esta descripción he de referirme a un aspecto muy controversial, no sólo en este pequeño espejo de la sociedad, sino en la totalidad de la misma: la religión y la Iglesia, en especial la católica; cuya premisa principal es la opción por los pobres y los marginados.
Las opiniones de la gente cuando se les mencionaba la palabra iglesia eran muy diversas, pero intentaré resumirlas un poco a continuación. En general, todas tienen un punto en común: hay libertad absoluta de credo. Nadie obliga a nadie de que vaya a misa, pero por otro lado, nadie motiva a los otros para que lo hagan. Lo que permite evidenciar una comunidad poco interesada en la expansión de su fe. Había varias iglesias pentecostales, una de los testigos de jeová, y demás establecimientos de garaje que tienen siempre un objetivo (con o sin fines lucrativos): aprovechar la necesidad del ser humano de buscar un horizonte, un sentido a la vida.
En cuanto a la iglesia católica guiada por el padre Benedicto, la joven de bienestar familiar me hizo saber que éste ayudaba en la unión y la orientación de la comunidad. Y ayudaba a las familias de bajos recursos con bolsitas de mercado y de ropa. Por esta línea me guío para describir la última etapa de nuestra visita. Acudimos al Centro de Formación Santa María Goretti. Allí nos dimos cuenta de la verdadera vida religiosa: una comunidad de monjas luchando por la alegría y la riqueza de corazón de cientos de pequeños y ancianos. He allí la verdadera opción por los pobres y los marginados. También nos informaron de las campañas y los trabajos que realizan durante todo el año para llevar a muchos niños que en realidad lo necesitan, más que un regalo: la alegría de saberse vivo.
Confieso que por esos días mi rumbo se vió un poco desorientado, mi sentido existencial no encontraba resguardo en un Norte; pero convivir con personas de mayor edad, que deberían estar cansadas de la vida, reir, bailar, gozarse cada momento, me arrancó una sonrisa que recorría mis venas y se insinuaba en mi dentadura desde lo profundo de mi ser. Supe que no hay mayor alegría en la vida que el mero hecho de estar vivo.
Ya habiendo abordado el bus, recordé la frase que la bella experiencia en este centro me había apartado de la mente, palabras que aún no logro descifrar y comprender, ya por el contexto, ya por la extraña persona que la enunció y su estado, o simplemento por mi mente tan abierta, permeable y dispuesta a la observación. Esa misma persona que nos cruzamos en el gran casino de barrio, más adelante -cuando nos dirigíamos hacia el centro- nos dijo en un tono fuertemente nadaísta: Tienen que verlo para creerlo, que con uno solo basta.
David Antonio Rincón Santa
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