De un taxista a la corrupción
Con frecuencia me sucede que al ir conduciendo mi automóvil debo frenar de repente pues delante de mí se ha detenido un bus o un taxi, en un lugar que claramente no es un paradero, ni está avalado para dejar o recoger pasajeros. Desde que tengo la licencia de conducción este fenómeno me ha llamado la atención en gran medida, y cuando voy en el carro de algún conocido noto que este hecho le genera un sentimiento adverso, profiriendo de inmediato una frase del estilo: “¡Cómo se le ocurre parar en semejante sitio…!”, y la completa con un despectivo “taxista tenía que ser”.
No es que quiera ofender a quienes tienen esta actitud de culpar con facilidad al conductor de un transporte público por tales paradas repentinas, pues confieso que yo también la tuve hasta hace un tiempo. De ese tiempo hacia aquí, me he venido preguntando: “pero si el taxista o el conductor de bus paran en esos lugares, ¿no es precisamente porque alguien los hace parar allí?”. A lo cual debo responderme que tanto el conductor como el pasajero tienen la “culpa” de estas paradas; y si quieren seguir culpando al conductor por ser él quien maneja, no quiero imaginarme la reacción de un pasajero cuando el conductor se niegue a parar donde este le dicta, por más que sea en un lugar no permitido. Por tal razón no debemos mirar y culpar a solo una de las partes, la responsabilidad radica en ambos.
Tomando este cotidiano ejemplo, he de referirme ahora a un fenómeno que ha estado presente desde los inicios mismos del Estado colombiano, y que aún hoy persiste, difundido y escandalizado por los medios de comunicación: la corrupción. Con frecuencia, semejante al ejemplo con los conductores de transporte público, se juzga como corrupto únicamente a quien recibe el dinero indebido. Es cierto, tal ser humano es corrupto, pero lo es tanto como aquél que le ofrece el dinero “sucio”, aquella mano que le pasa el dinero por debajo de la mesa; para que exista un funcionario corrupto, debe contar con alguien que lo corrompa o que lo complazca y ayude en sus actos de corrupción. Del mismo modo que se expuso anteriormente, la responsabilidad de la corrupción recae en ambas partes, asunto que con frecuencia pasa inadvertido.
Con los dos ejemplos anteriores llego a tocar un tema muy sensible en términos tanto teóricos como prácticos: la cultura. En el primer ejemplo hablo con respecto a una cultura cívica, en el segundo me refiero a una cultura política. Estas tres palabras que a simple vista parecen tan sencillas (cultura cívica y política) encierran graves problemas en la actualidad, y más concretamente, en la de nuestro país. Parece ser que muchos de los inconvenientes en los que nos vemos envueltos en el día a día de la ciudad, de la nación, del Estado, radican en la falta de una cultura propia, tanto cívica como política, que abogue a favor de un mejoramiento. Por ende, en el fondo de la corrupción, y de culpabilizar sólo a aquella mano que recibe el dinero, y no a quien lo da, se encuentra un problema de cultura política. La misma cultura (o quizás los medios de comunicación, como se verá más adelante) se ha encargado de arraigar una costumbre en los colombianos, la de asociar inmediatamente las palabras política, funcionario público, Estado, gobernante, con la palabra corrupción; pareciera el adjetivo “corrupto” necesario al referirnos a cualquier elemento de la administración pública.
Para seguir con el tema pilar de estas palabras, quiero tomar la figura del funcionario corrupto y un fenómeno bastante particular, a saber, el hecho de que al parecer esta figura se ha legitimado, se ha vuelto normal y común; y hoy puede ejercer su función (mientras roba) sin ningún inconveniente, a los ojos de los ciudadanos, aun cuando sus robos se ventilan a la luz pública. A la luz de los acontecimientos cotidianos y de su contraste con la historia reciente y lejana del pueblo colombiano, éste parece condenado a un extraño olvido, a una memoria deficiente o más bien selectiva –se acuerdan de lo que creen que les conviene–, nada raro es que se elijan a las mismas personas que hace un par de años desfalcaron el erario público; tal situación la encuentro reflejada en una caricatura de Vladdo que menciona: “En Colombia como en Macondo nunca pasa nada: todo se repite”.
En cuanto a la “legitimación” del funcionario corrupto ocurre algo que me llama aún más la atención: con frecuencia escucho a los ciudadanos frases tales como: “está bien que roben, pero que hagan las cosas que prometieron”, o “está bien que roben, pero que roben poquito”. El robo se entiende como algo que está “bien”, el pueblo lo avala, lo legitima, siempre y cuando “no se robe tanto”. Este hecho, aunque no lo parezca, es tan singular y controvertido como decir: “está bien que le pegue a su mujer, pero péguele pasito”.
Como bien había mencionado anteriormente, quiero referirme al papel que juegan los medios de comunicación en el fenómeno de la corrupción. Es gracias a tales medios, y no a los órganos públicos encargados de tal labor, que se ha divulgado y escandalizado la gran corrupción que ronda por los pasillos del Palacio de Nariño, entendiendo en sentido metafórico que tal recinto representa los espacios en los cuales los funcionarios públicos ejercen sus funciones. Son los medios los que se han puesto a la labor diaria de denunciar fraudes, licitaciones amañadas, votos de muertos, trasteos de votos, desfalco de entidades públicas, escándalos en el área de la salud, de la justicia, de la educación.
Cosa curiosa y particular, los medios simplemente muestran y juzgan, pero no analizan a profundidad tales fenómenos, ni mucho menos proponen alternativas de solución. De este modo, podría lanzarse la hipótesis de que son precisamente los medios los que han arraigado la costumbre en el pueblo de relacionar la política inmediatamente con la corrupción. A los medios debemos el hecho de que al hablar de Bogotá, de la DIAN, Agro Ingreso Seguro y de las entidades de salud (en el caso específicamente colombiano) la mayoría de los ciudadanos lo asocie inmediatamente a corrupción.
Debido a la presencia constante de la corrupción en la cultura colombiana, ocurre algo que por su silencio mediático no se ha tratado con cuidado, pero que en el día a día, en la calle, en la ciudad real (no la dibujada e imaginada por los medios de comunicación), se presenta un fenómeno, si se quiere, inverso de la corrupción. Inverso, no en el sentido de que no se presente, sino de que la hay pero de la parte contraria, no la pública, a la que con frecuencia se juzga única culpable. Hablo de lo que sucede cuando se le sugiere a algún ciudadano que vote por un determinado candidato, a lo que éste con frecuencia responde: “¿qué me da por ese voto?”.
Ya no es el funcionario público en quien recae la culpa de la corrupción, sino en el ciudadano del común. El ciudadano quiere dinero, quiere beneficios particulares o individuales por “vender” su voto, como si no fuese suficiente el hecho de elegir a quien sienta que lo representa y quien va a trabajar por el mejoramiento del municipio, del departamento o del país, y de este modo promover en parte la democracia.
El incumplimiento de las normas y la escala de crímenes
Por último, quisiera referirme a dos hechos que deberán llevarme a la conclusión, y tales hechos quizá no se deban solo a la cultura colombiana. Por un lado me refiero a la común frase “las reglas están hechas para incumplirlas”, o la otra cara de la moneda: “para que una regla sea regla debe existir la excepción a esa regla”. Y en segunda instancia me refiero a lo que podría denominarse una “escala de crímenes”, que tiene que ver directamente con lo que se dijo anteriormente sobre la legitimación del funcionario corrupto.
En cuanto a lo primero, causa perplejidad ver el problema tan grave de fondo que encierra tal actitud, imagínese nada más una ciudad en la que todos los conductores se pasaran el semáforo en rojo, por el hecho de que cada uno de ellos se cree la excepción de la regla, y considera que –supuestamente– las reglas están hechas precisamente para violarlas.
Con referencia a lo segundo, comienzo con un ejemplo “banal”, para después ponerlo en términos mayores y hacer notar que la cuestión cambia de forma mas no de fondo, por lo cual la gravedad en ambos casos se mantiene. Un amigo no le paga al otro una pequeña cantidad de dinero, por ejemplo $1.000 porque lo considera muy poco; pero cuando se trata de una suma mayor, por ejemplo $50.000, no pagarle se consideraría un robo. En ambos casos se habla de lo mismo: no devolver dinero, o lo que se denomina robar; la diferencia radica en que el robo está avalado o permitido en el primer caso y repudiado o evidenciado en el segundo.
Lo mismo sucede con los fondos públicos, y con el ejemplo citado anteriormente: los ciudadanos le permiten a los funcionarios que roben, siempre y cuando “roben poquito”, o “hagan lo que prometieron”. Si el funcionario roba poquito el crimen es avalado, mas si roba cantidades exorbitantes, el robo es repudiado; aunque con diferencias de forma, trátese en ambos casos de la misma cuestión de fondo: el robo.
De modo que para muchas personas el hecho de robarle a otro $50.000 no se compara con el robo de $1.000.000.000 que hace un funcionario público, pero el inconveniente está precisamente en avalar un robo y permitir el otro por las cantidades de las que se trata, se establece una “escala de crímenes” que en última termina legitimando al crimen, en este caso al robo, según sus magnitudes, que siempre se comparan con otras.
A modo de conclusión
Desde que nos inventamos una “escala de crímenes”, unos más imperdonables que otros, se justifican cierto tipo de cosas (crímenes) en nombre de otras menos peores. Desde que nos creímos la legitimidad de quebrantar la ley gracias a la consigna “las reglas están hechas para incumplirlas”, no importa pasarnos un semáforo en rojo, como tampoco importa desmontar las arcas del estado y desfalcar el erario público, siempre y cuando este robo sea “pequeño”. Desde que juzgamos al conductor por parar en un lugar indebido, y no ampliamos un poquito la mirada para comprender que fue el mismo pasajero quien le solicitó una parada precisamente en ese lugar; juzgamos únicamente al funcionario público por sus conductas corruptas, sin ensanchar el panorama de juicio hacia aquella mano que le tendió el dinero indebido por debajo de la mesa. Es tan culpable el conductor que para en un sitio indebido, como el pasajero que lo hace parar allí. Es tan ladrón el que roba un poquito, como el que roba mucho. Es tan corrupto el funcionario que comete el acto de corrupción, como la mano que le ofrece o recibe tal corrupción.
David Antonio Rincón Santa, estudiante de Ciencias Políticas UPB