viernes, 19 de agosto de 2011

UN VISTAZO ALTERNATIVO SOBRE LA CORRUPCIÓN


De un taxista a la corrupción

Con frecuencia me sucede que al ir conduciendo mi automóvil debo frenar de repente pues delante de mí se ha detenido un bus o un taxi, en un lugar que claramente no es un paradero, ni está avalado para dejar o recoger pasajeros. Desde que tengo la licencia de conducción este fenómeno me ha llamado la atención en gran medida, y cuando voy en el carro de algún conocido noto que este hecho le genera un sentimiento adverso, profiriendo de inmediato una frase del estilo: “¡Cómo se le ocurre parar en semejante sitio…!”, y la completa con un despectivo “taxista tenía que ser”.

No es que quiera ofender a quienes tienen esta actitud de culpar con facilidad al conductor de un transporte público por tales paradas repentinas, pues confieso que yo también la tuve hasta hace un tiempo. De ese tiempo hacia aquí, me he venido preguntando: “pero si el taxista o el conductor de bus paran en esos lugares, ¿no es precisamente porque alguien los hace parar allí?”. A lo cual debo responderme que tanto el conductor como el pasajero tienen la “culpa” de estas paradas; y si quieren seguir culpando al conductor por ser él quien maneja, no quiero imaginarme la reacción de un pasajero cuando el conductor se niegue a parar donde este le dicta, por más que sea en un lugar no permitido. Por tal razón no debemos mirar y culpar a solo una de las partes, la responsabilidad radica en ambos.

Tomando este cotidiano ejemplo, he de referirme ahora a un fenómeno que ha estado presente desde los inicios mismos del Estado colombiano, y que aún hoy persiste, difundido y escandalizado por los medios de comunicación: la corrupción. Con frecuencia, semejante al ejemplo con los conductores de transporte público, se juzga como corrupto únicamente a quien recibe el dinero indebido. Es cierto, tal ser humano es corrupto, pero lo es tanto como aquél que le ofrece el dinero “sucio”, aquella mano que le pasa el dinero por debajo de la mesa; para que exista un funcionario corrupto, debe contar con alguien que lo corrompa o que lo complazca y ayude en sus actos de corrupción. Del mismo modo que se expuso anteriormente, la responsabilidad de la corrupción recae en ambas partes, asunto que con frecuencia pasa inadvertido.

Cultura cívica y política

Con los dos ejemplos anteriores llego a tocar un tema muy sensible en términos tanto teóricos como prácticos: la cultura. En el primer ejemplo hablo con respecto a una cultura cívica, en el segundo me refiero a una cultura política. Estas tres palabras que a simple vista parecen tan sencillas (cultura cívica y política) encierran graves problemas en la actualidad, y más concretamente, en la de nuestro país. Parece ser que muchos de los inconvenientes en los que nos vemos envueltos en el día a día de la ciudad, de la nación, del Estado, radican en la falta de una cultura propia, tanto cívica como política, que abogue a favor de un mejoramiento. Por ende, en el fondo de la corrupción, y de culpabilizar sólo a aquella mano que recibe el dinero, y no a quien lo da, se encuentra un problema de cultura política. La misma cultura (o quizás los medios de comunicación, como se verá más adelante) se ha encargado de arraigar una costumbre en los colombianos, la de asociar inmediatamente las palabras política, funcionario público, Estado, gobernante, con la palabra corrupción; pareciera el adjetivo “corrupto” necesario al referirnos a cualquier elemento de la administración pública.

Legitimación del funcionario corrupto

Para seguir con el tema pilar de estas palabras, quiero tomar la figura del funcionario corrupto y un fenómeno bastante particular, a saber, el hecho de que al parecer esta figura se ha legitimado, se ha vuelto normal y común; y hoy puede ejercer su función (mientras roba) sin ningún inconveniente, a los ojos de los ciudadanos, aun cuando sus robos se ventilan a la luz pública. A la luz de los acontecimientos cotidianos y de su contraste con la historia reciente y lejana del pueblo colombiano, éste parece condenado a un extraño olvido, a una memoria deficiente o más bien selectiva –se acuerdan de lo que creen que les conviene–, nada raro es que se elijan a las mismas personas que hace un par de años desfalcaron el erario público; tal situación la encuentro reflejada en una caricatura de Vladdo que menciona: “En Colombia como en Macondo nunca pasa nada: todo se repite”.

En cuanto a la “legitimación” del funcionario corrupto ocurre algo que me llama aún más la atención: con frecuencia escucho a los ciudadanos frases tales como: “está bien que roben, pero que hagan las cosas que prometieron”, o “está bien que roben, pero que roben poquito”. El robo se entiende como algo que está “bien”, el pueblo lo avala, lo legitima, siempre y cuando “no se robe tanto”. Este hecho, aunque no lo parezca, es tan singular y controvertido como decir: “está bien que le pegue a su mujer, pero péguele pasito”.

Los medios y la corrupción

Como bien había mencionado anteriormente, quiero referirme al papel que juegan los medios de comunicación en el fenómeno de la corrupción. Es gracias a tales medios, y no a los órganos públicos encargados de tal labor, que se ha divulgado y escandalizado la gran corrupción que ronda por los pasillos del Palacio de Nariño, entendiendo en sentido metafórico que tal recinto representa los espacios en los cuales los funcionarios públicos ejercen sus funciones. Son los medios los que se han puesto a la labor diaria de denunciar fraudes, licitaciones amañadas, votos de muertos, trasteos de votos, desfalco de entidades públicas, escándalos en el área de la salud, de la justicia, de la educación.

Cosa curiosa y particular, los medios simplemente muestran y juzgan, pero no analizan a profundidad tales fenómenos, ni mucho menos proponen alternativas de solución. De este modo, podría lanzarse la hipótesis de que son precisamente los medios los que han arraigado la costumbre en el pueblo de relacionar la política inmediatamente con la corrupción. A los medios debemos el hecho de que al hablar de Bogotá, de la DIAN, Agro Ingreso Seguro y de las entidades de salud (en el caso específicamente colombiano) la mayoría de los ciudadanos lo asocie inmediatamente a corrupción.

“Corrupción inversa”

Debido a la presencia constante de la corrupción en la cultura colombiana, ocurre algo que por su silencio mediático no se ha tratado con cuidado, pero que en el día a día, en la calle, en la ciudad real (no la dibujada e imaginada por los medios de comunicación), se presenta un fenómeno, si se quiere, inverso de la corrupción. Inverso, no en el sentido de que no se presente, sino de que la hay pero de la parte contraria, no la pública, a la que con frecuencia se juzga única culpable. Hablo de lo que sucede cuando se le sugiere a algún ciudadano que vote por un determinado candidato, a lo que éste con frecuencia responde: “¿qué me da por ese voto?”.

Ya no es el funcionario público en quien recae la culpa de la corrupción, sino en el ciudadano del común. El ciudadano quiere dinero, quiere beneficios particulares o individuales por “vender” su voto, como si no fuese suficiente el hecho de elegir a quien sienta que lo representa y quien va a trabajar por el mejoramiento del municipio, del departamento o del país, y de este modo promover en parte la democracia.

El incumplimiento de las normas y la escala de crímenes

Por último, quisiera referirme a dos hechos que deberán llevarme a la conclusión, y tales hechos quizá no se deban solo a la cultura colombiana. Por un lado me refiero a la común frase “las reglas están hechas para incumplirlas”, o la otra cara de la moneda: “para que una regla sea regla debe existir la excepción a esa regla”. Y en segunda instancia me refiero a lo que podría denominarse una “escala de crímenes”, que tiene que ver directamente con lo que se dijo anteriormente sobre la legitimación del funcionario corrupto.

En cuanto a lo primero, causa perplejidad ver el problema tan grave de fondo que encierra tal actitud, imagínese nada más una ciudad en la que todos los conductores se pasaran el semáforo en rojo, por el hecho de que cada uno de ellos se cree la excepción de la regla, y considera que –supuestamente– las reglas están hechas precisamente para violarlas.

Con referencia a lo segundo, comienzo con un ejemplo “banal”, para después ponerlo en términos mayores y hacer notar que la cuestión cambia de forma mas no de fondo, por lo cual la gravedad en ambos casos se mantiene. Un amigo no le paga al otro una pequeña cantidad de dinero, por ejemplo $1.000 porque lo considera muy poco; pero cuando se trata de una suma mayor, por ejemplo $50.000, no pagarle se consideraría un robo. En ambos casos se habla de lo mismo: no devolver dinero, o lo que se denomina robar; la diferencia radica en que el robo está avalado o permitido en el primer caso y repudiado o evidenciado en el segundo.

Lo mismo sucede con los fondos públicos, y con el ejemplo citado anteriormente: los ciudadanos le permiten a los funcionarios que roben, siempre y cuando “roben poquito”, o “hagan lo que prometieron”. Si el funcionario roba poquito el crimen es avalado, mas si roba cantidades exorbitantes, el robo es repudiado; aunque con diferencias de forma, trátese en ambos casos de la misma cuestión de fondo: el robo.

De modo que para muchas personas el hecho de robarle a otro $50.000 no se compara con el robo de $1.000.000.000 que hace un funcionario público, pero el inconveniente está precisamente en avalar un robo y permitir el otro por las cantidades de las que se trata, se establece una “escala de crímenes” que en última termina legitimando al crimen, en este caso al robo, según sus magnitudes, que siempre se comparan con otras.

A modo de conclusión

Desde que nos inventamos una “escala de crímenes”, unos más imperdonables que otros, se justifican cierto tipo de cosas (crímenes) en nombre de otras menos peores. Desde que nos creímos la legitimidad de quebrantar la ley gracias a la consigna “las reglas están hechas para incumplirlas”, no importa pasarnos un semáforo en rojo, como tampoco importa desmontar las arcas del estado y desfalcar el erario público, siempre y cuando este robo sea “pequeño”. Desde que juzgamos al conductor por parar en un lugar indebido, y no ampliamos un poquito la mirada para comprender que fue el mismo pasajero quien le solicitó una parada precisamente en ese lugar; juzgamos únicamente al funcionario público por sus conductas corruptas, sin ensanchar el panorama de juicio hacia aquella mano que le tendió el dinero indebido por debajo de la mesa. Es tan culpable el conductor que para en un sitio indebido, como el pasajero que lo hace parar allí. Es tan ladrón el que roba un poquito, como el que roba mucho. Es tan corrupto el funcionario que comete el acto de corrupción, como la mano que le ofrece o recibe tal corrupción.

David Antonio Rincón Santa, estudiante de Ciencias Políticas UPB

lunes, 25 de abril de 2011

¿SILENCIO O REBELIÓN? (EL ESTADO POLÍTICO EN LOCKE)

A continuación se plantean los postulados básicos de la propuesta filosófico-política de John Locke, conocido como el padre del liberalismo político.

En la época de Locke (S. XVII) ocurrían dos hechos políticos enigmáticos que motivaron la aparición de las teorías políticas modernas: la concepción y el surgimiento de los Estados tal como hoy los conocemos; y la guerra entendida como un desastre económico y un símbolo de violencia humana.

Ante estos hechos surge lo que Max Weber denomina teoría legitimadora del poder legal-racional: el contractualismo. Éste se entiende como una hipótesis, una teoría o un argumento que pretende explicar racionalmente por qué aparece la guerra y; el surgimiento y la función del Estado político. Tal corriente se opone a la monarquía absolutista y a la teoría del derecho divino.

En su obra Segundo ensayo sobre el gobierno civil (16660-1662) Locke plantea una ingeniosa ficción para explicar la situación previa a la aparición del Estado político. Tal ficción se denomina estado de naturaleza.

En el estado de naturaleza los hombres se encuentran en total libertad e igualdad. Se hallan regidos por una ley natural reconocida por la razón, lo que permite a su vez el reconocimiento de unos derechos naturales, es decir, que todos nacemos con los mismos derechos. Algunos de éstos son el derecho a la vida, a la propiedad, a la movilidad, y a no ser torturado.

Según lo anterior, en tal estado los seres humanos deberíamos ser felices y vivir en completa armonía. Pero, dado que los seres humanos tenemos deseos y pasiones (ansias de tener más de lo que nos corresponde, por ejemplo) entonces unos seres violan los derechos naturales de otros y se cae en el estado de guerra. La posibilidad de llegar a la guerra existe debido a que no hay una autoridad que lo impida, controlando las pasiones de los seres humanos.

Entonces aparece el nodo de articulación entre el estado de naturaleza y el Estado político, el paso del uno al otro: ¿cómo salir de la guerra? La respuesta dad por Locke es: creando el Estado político. La razón de ser de éste, es por lo tanto reconocer y proteger los derechos naturales de los asociados, y por ende, evitar la guerra.

¿Asociados? Sí, Locke replantea (antes, Hobbes lo había planteado de otro modo) la creación del Estado político como un acuerdo necesario y voluntario entre los seres humanos para garantizar sus derechos naturales sin necesidad de recurrir a la fuerza, e impedir su violación. A esto se le denomina contrato.

Los principios básicos del Estado político, o Estado liberal, son cuatro: una autoridad central reconocida; un juez supremo; la separación de poderes; el derecho a deponer el mal gobierno.

Para terminar este pequeño escrito, me interesa detenerme en este último principio planteado por Locke, para poner en duda o en reflexión la situación actual mundial, latinoamericana, colombiana, regional, local o institucional.

Un gobierno que viola o permite la violación de los derechos naturales de sus asociados está yendo en contra de su misma razón de ser, y por ende, se considera como un Estado injusto o ilegítimo. De este modo, si los asociados consideran que un gobierno es ilegítimo, están en su pleno derecho de rebelarse contra éste y de deponerlo.

¿Desaparecer? Sí, debe entenderse que el Estado no es una cosa natural, sino un invento de la cultura, del hombre, y por tanto puede cambiar o desaparecer. No desaparecer por capricho o rebeldía infantil, sino porque está incumpliendo su razón de ser, porque está rompiendo el contrato “firmado” por sus asociados para lograr un beneficio común, no una violencia mayor.

De modo que no pretendo responder las siguientes preguntas, sino ponerlas a su consideración para que reflexionen. ¿Por qué soportamos un mal gobierno? ¿Por qué no nos rebelamos contra los que violan nuestros derechos, siendo ellos mismos quienes deberían garantizarlos? ¿Por qué en esta república soportamos la corrupción, los crímenes, los atropellos, la satisfacción de los intereses privados y el pisoteo de los colectivos? ¿Por pereza, miedo o desinterés? ¿Por qué nos quedamos callados como si no pasara nada?

Ah, se me olvidaba lo que comentaba Vladdo (2002) en una de sus caricaturas: “En Colombia como en Macondo nunca pasa nada: todo se repite”.

David Antonio Rincón Santa

lunes, 21 de febrero de 2011

REALIDAD DESNUDA

“Contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato.”

Tomás Eloy Martínez


Como si fuera tan fácil decir que el lenguaje crea la realidad[1], como si por el mero hecho de yo contar lo que sigue comenzara a existir, como si no fuera posible imaginar y desvariar para narrar una realidad que en el día a día no existe, que sólo puede ser vivida en esa expresión olvidada, y no por eso menos real: en el noche a noche. Ése que disfrutamos teniendo sexo, despilfarrando el sueldo mísero de pequeño-burgueses de nuestros progenitores, caminando sin rumbo, manejando a más de 100 km/h para encontrarle un sentido a la vida que desde que nace no tiene otro rumbo más fijo e inevitable que la muerte.

Es como si toda tu vida no fuera la realidad, sino un gran sueño lleno de lujos, comodidades, problemas más matemáticos que existenciales; dinero a la mano y comida caliente; juguetes que luchan por no ser desbancados de su “cuarto de hora” y enviados al exilio de una habitación donde ya no hay suficiente espacio para tanta basura; una vida y un amor, el primer amor, esa bella mujer que se te acerca lentamente con plena intención de hablarte de amor besándote, ya casi puedes sentir su dulce aliento y la proximidad húmeda de sus labios...y te pellizca la atrocidad para despertarte del sueño y caer de lleno en la realidad, enfrentarte al monstruo que dentro de ti yace reprimido.

Esos monstruos que la sociedad se ha dado el lujo de marginar izando la bandera de un tipo de vida que promulga libertades y paradójicamente reprime cualquier intento por tratar de liberarse de tal estilo de vida. Ése que nos gusta a todos, ése que vemos tan común y corriente. Despertarnos con una alta probabilidad de no querer vivir, con la pereza y el tedio que trae consigo la monotonía de la vida. Bañarnos con abundante agua, jabón y champú, para que nuestra piel respire y nuestro cuerpo se cubra del aura propia de la salud[2]. Según como el tiempo, el devenir y el azar nos permitan, podríamos tener una fugaz introducción de vitaminas, o un paciente desayuno calentado por la tibieza hogareña y familiar. Luego ir a estudiar o a trabajar, encontrar las mismas caras, presionar las mismas teclas, realizar las inmutables llamadas, saludar a la misma secretaria y agachar la cabeza ante el mismo jefe, repetir como gallinas lo que dice el profesor y no tomarnos la molestia de pensar. Más tarde la noche...la noche en que la luna ha decidido por fin salir de su oscuridad y vestirse de un cuarto creciente para acompañarme...

El sol se rinde ante una ciudad que lo ahuyenta con un festival insoportable de pitos y conductores desesperados, silencios escondidos y desconocidos, gritos que los vendedores pronuncian como Grenouille's bebés aferrándose a la vida, caravanas fúnebres que rinden culto a la muerte, y zonas de neonatos que pregonan el nacimiento a punta de palmadas y sollozos permanentes. La luna diligente se alista tras las montañas, se ajusta sus pecas y decide abrirse camino entre tristes nubarrones que pregonan llantos e inundaciones.

Hoy asciendo por la misma escalera de la estación del metro por la que descendí esa noche cuando todo, para mí por lo menos, estaba consumado. Hoy asciendo de la mano de esa multitud errante, que no huye de la violencia como lo contaba Laura Restrepo, sino que huye de sí misma, le huye a su sentido o tal vez lo busca en vano. Esa noche no había multitud, y por mucho que lo intentara esclarecer, el sentido estaba desdibujado por un aparato sensorial atónito, impresionado, anonadado, embebido de una miel que se debate constantemente entre la amargura y la dulzura, entre lo humano y lo animal, entre una felicidad absurda y una tristeza cada vez más real, la miel viscosa que nos cubre desde que nacemos y poco a poco se nos va escapando de la piel hasta terminar convertida en un vaho sin sabor, la miel de la vida. Y la sensación de soledad estuvo tan presente esa noche que no había nadie, como lo está hoy mientras camino junto a la multitud; razón tenía Goethe al afirmar que “...en ningún sitio se puede estar más solo que en medio de una gran multitud en la que uno se abre camino”[3].

Miro hacia atrás y ahí está la luna, la compañera de mi viaje, la observadora incansable, la espectadora que admirada derrama sobre las calles una luz gris y límpida que inunda poco a poco cada sucio rincón, pero que se olvida de ese rincón...Y ahora ya no está blanca, está un poco más grande y amarillenta, un tanto descolorida, como la foto en sepia de una luna milenaria y astral que no se ha cansado de acudir noche a noche a esta realidad itinerante y contingente, que no se ha cansado de velar hombres y mujeres. "¿Un poco más grande y amarillenta?", me repito para mis adentros mientras escribo y reflexiono. ¿Se habrá fumado un bazuco o seré yo quien deformo mi realidad por los vestigios de la droga que me saludó esa noche de reojo, o quizás ambos, la luna y yo, entramos juntos al carnaval que se celebraba esa noche en ese rincón...?

Desde la calle diviso la promesa de luz al fondo del corredor, ese corredor de repente desaparece y la promesa de luz se convierte en un enorme y sofocante palacio. A mi alrededor voy encontrando seres de otro mundo, seres que en la noche pueden realmente vivir, que en esta “olla” pueden disfrutar de la libertad que la marihuana les negocia a cambio de su sueldo, la droga que un día compraron y que, sin darse cuenta, le vendieron su alma al diablo. Un piso que no conoce la limpieza ni en sueños, paredes de ladrillo labradas por las sombras y manchadas de pasado, habitaciones más oscuras que el ser, sin memoria y sin recuerdos. El gran laberinto de la vida y la muerte, donde se mezcla la razón y la ilusión, donde la realidad se atomiza en millones, o simplemente se mezcla con la ficción, un laberinto que se expande a lo ancho y a lo alto. Cruzo a la izquierda, luego a la derecha, más tarde a un lado, luego al otro, subo y bajo escaleras de dos o muchos peldaños, asciendo y desciendo, toco el cielo invisible con la mirada y empuño la mano para agarrar el infierno que se vive en este mundo, y no después de la muerte como muchos se atreven a evangelizar.

Salgo de allí y dejo tras de mí la nube que me acarició, o creo dejarla porque el olor persiste. Una nube más de bazuco que de marihuana, una nube que intento descifrar, determinar con mi olfato su composición, y lo poco que logro recordar es que huele fuertemente a orina con chocolate. Sí, orina de hace muchos años encerrada en un sanitario sin vida, chocolate en su más dulce y puro sabor. Salgo de nuevo a la calle y respiro un aire un poco más puro, más saludable para mis fosas nasales, el aire límpido y frío de la noche. Salgo y entiendo un poco más el porqué les llaman “ollas”: son los lugares donde a una temperatura muy elevada se cocina la vida, se hierve la muerte, se mezcla con libertad, se le agrega una cucharadita de vivir la propia vida y no mirar a nadie, se revuelve con unos dedos negros de fumar, se tritura todo con mucho cuidado añadiendo un par de no-me-importas; y se inserta en el tubo verde que tenía el jugador de cartas del último piso, se aspira con fuerza para que el cerebro logre respirar y se exhala el humo que, tan efímero como la vida, desaparece en la nada.

Allí, en ese rincón, me encontré a mí, te encontré a ti, encontré a todos los que leen esto e incluso a quienes nunca en su vida leerán estas palabra, seres como tú o como yo; pero a la vez, no vi a ninguno: porque esos rostros no eran similares a los suyos, su aspecto físico poco podría parecerse con el de alguno que permanezca sentado en su cubículo repasando estas líneas. Lo que encontré fue sus –nuestros– miedos más profundos, sus deseos más ocultos, sus fueros netamente internos y tal vez desconocidos o reprimidos, hallé una cantidad casi infinita de monstruos, aquellos que al observarlos “...se nos revela una parte de nosotros mismos que desconocemos”[4].

Porque la ciudad no vive una sola vida, no somos sólo aquéllos que andan en sus autos o motocicletas, aquéllos que ignoramos el paisaje y dejamos de sentir atendiendo al ánimo de movimiento que nos obliga a separarnos de la realidad, a enajenarnos en una burbuja de frágil cristal que rara vez es penetrada. Somos también lo que no queremos ser, lo que evitamos a toda costa porque nos revela el lado opaco de la moneda, el loco, el asesino, la oveja negra que todo ser humano lleva adentro, la oscuridad en la que rara vez entra luz, la supuesta mentira que no queremos aceptar por estar en una búsqueda interminable de una verdad prometida que se destruye a sí misma en tanto inalcanzable.

David Antonio Rincón Santa, estudiante Ciencias Políticas



[1] “La realidad crea el lenguaje”: tomado de los planteamientos de Wittgenstein

[2] Ideas desarrolladas por Richard Sennett en su libro Carne y piedra

[3] SENNETT, Richard. Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occiedental. Alianza editorial. Madrid. 2002. p. 293

[4] CORTÉS, José Miguel. Orden y caos. Editorial Anagrama. Barcelona. 2003. p. 26


domingo, 23 de enero de 2011

Documental sobre la OBSOLESCENCIA PROGRAMADA - ( COMPRAR, TIRAR, COMPRAR )

El consumismo acelerado por la obsolescencia programada. ¡Que desperdicio!